
Hace algunos años un importante político de Quintana Roo tuvo la amabilidad de invitarnos a un crucero La Habana-Cancún a mi camarógrafo, a mí y a nuestras respectivas esposas.
La oferta nos encantó porque nos permitiría mezclar trabajo y ocio, así que pedimos las visas, nuestros respectivos permisos de salida y preparamos las maletas para un encantador viaje de 4 días.
Todo fue sobre ruedas hasta que nos encontramos con el jefe de migración del puerto que con una sonrisa -evidentemente disfrutando la situación- nos explicó que los cubanos no pueden salir por mar de la isla.
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Fue realmente impresionante ver aparecer a Fidel Castro caminando por el Malecón, sin escolta, y meterse en medio de la trifulca que en ese momento -5 de agosto de 1994- se desarrollaba entre cientos de partidarios y opositores a su gobierno.
Como por arte de magia la imagen se congeló, los que protestaban dejaron de arrojar piedras y los que los reprimían bajaron sus garrotes. Tardaron todos unos minutos en salir de su asombro pero cuando lo hicieron fue para corear un nombre: ¡Fidel!
A los periodistas extranjeros presentes nos pareció algo sacado de una novela de Gabriel García Márquez. Hay colegas que aseguran que incluso algunos de los manifestantes antigubernamentales terminaron aplaudiéndolo.
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Estaba seleccionando tomates en un puesto del mercado agropecuario de B y 19, en el Vedado, cuando oí, por casualidad, la conversación de tres vendedores sobre los posibles cambios en la agricultura.
Fiel a mi convicción de que tener los pies en la calle es la mejor forma de hacer periodismo, me quedé en el lugar con los ojos puestos en las verduras y los oídos en la conversación que se desarrollaba junto a mí.
Uno de ellos estaba alterado, había oído rumores de que iban a quitar todos los intermediarios para bajar los precios de la comida, “sabes que si les da por eso nos quedamos todos sin pincha (trabajo)”, sentenció.
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